miércoles, 11 de junio de 2014

RES PUBLICA

[Nuevo artículo en Publicoscopia]

Perdonen las esdrújulas, pero las polémicas políticas son estúpidas y lisérgicas a la vez. Estúpidas porque todos soltamos los respectivos discursos, a veces de carrerilla, sin mirar a nuestro interlocutor, sin advertir de la insignificancia de los argumentarios cuando éstos se sustentan en débiles pilares. Lisérgicas porque creamos mundos de la nada, los llenamos de personajes y situaciones que son tan consistentes como esos anuncios etéreos de felicidad coca-colera.
He esperado una semana porque el tiempo, no digo que dé ni quite razones, pero al menos nos da eso, tiempo. Ahí, en el espacio temporal (pues se convierte en algo físico que podríamos señalar en un mapa), en ese tiempo que se abre ante nosotros, lejos de la rutina y de las pequeñas alegrías de cada día, siempre habrá uno o dos momentos en los que está uno consigo mismo. Ahí trabaja nuestra mente recolocando piezas aunque no estemos en una actitud convenientemente reflexiva.
El rey se va, deja la corona encima de la mesa, y se prepara para una jubilación quizás marinera, quizás de safari. Y ¿qué hacemos? Emulando el deporte de Rafa Nadal, nos arrojamos la pelota de uno a otro lado del campo. Pregunto: ¿no tenemos la Constitución? Existen unas reglas del juego, y digo juego, no por recordarles otra vez el raqueteo, sino para hacerles ver que todo es juego, todo es infantil, todo es un tirón de pelos y peleas de revuelco en el cole.
La Constitución lo dice bien claro. Estamos en una monarquía parlamentaria. No diré: y punto final. La Ley de leyes no es una caja cerrada herméticamente como lo estaría un ataúd. Sino un cofre, donde guardamos todas nuestras esperanzas, nuestros objetivos en esta vida. Sí, objetivos de la vida. Aunque les parezca extraño y no se hable en el papel como sí hacen los estadounidenses de la búsqueda de la felicidad, nosotros nos dimos en 1978 unas bases para vivir en armonía.
La Constitución dice blanco. Muchos se lamentan ahora de que diga blanco, y aquí el lector sabrá que hablo de monarquía. La Constitución española está escrita, sin embargo, como todas en lápiz. No verán nunca una sola palabra inamovible en ella. Para quien quiera borrar alguna coma, verbo o adjetivo, tiene el mecanismo: La reforma constitucional, cuyas normas se establecen en el Título X de la Constitución. Sigamos las reglas, ya nos los dice la X del título constitucional. Usemos la X para tachar aquello que veamos ahora que no nos agrada, pero hagámoslo según las reglas de mayorías parlamentarias.
Son peregrinas las llamadas al referéndum sobre república o monarquía. Tenemos un artículo 168 de la Constitución que nos señala que todo lo referente a la monarquía se puede reformar con total tranquilidad, exigiendo en su último punto la ratificación por referéndum. Lo demás es agitación de banderitas.
Piensen los republicanos, reflexionen sobre las bases del sistema que anhelan y verán que habría que estudiar en profundidad la cuestión. Cuando surgen las primeras repúblicas en la tierra, entiéndase en su concepción moderna, vemos un patrón común. Parece que quisieron sustituir la cabeza del monarca por la de un presidente con parecido endiosamiento. Viéndolo detenidamente, si la función de un presidente de república es la de representar a una nación, ¿no existe ya esa función en el ministro que se encarga de los asuntos exteriores? Y si de verdad se habla de símbolo más allá de sus funciones ejecutivas, ¿no estaríamos haciendo un flaco favor a la modernidad de un régimen político de iguales en el que se llegaría a investir a ese cargo de ínfulas de grandeza que huelen a Luis XIV?


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